JOSÉ ANTONIO MARINA, MINISTRO DE EDUCACIÓN
Ayer tuve el privilegio de asistir a una charla que protagonizó José Antonio Marina organizada por la fundación Foro de Foros, que preside Manolo Rodríguez Casanueva.
Se enmarcaba en un ciclo que desde la Fundación denominan “Conversaciones intergeneracionales” que, como anticipa su nombre, juntan con periodicidad mensual a una treintena de personas de diversa edad y ocupación, alrededor de un conferenciante de primera línea. Por descontado, se abordan siempre temas de gran actualidad –para que se hagan una idea, el anterior encuentro fue con Pascual Sala, quien habló sobre la oportunidad y conveniencia de reformar la Constitución- y en esta ocasión, tocaba el siempre candente y mal resuelto asunto de la educación en España.
El formato –escaso aforo, cercanía, clima amable y distendido- es ideal para que el ponente se sienta como en una conversación entre amigos, y eso se nota: las más de dos horas de charla trascurren con inusitada velocidad y, para cuando nos damos cuenta, es hora de irse; o mejor, de tomarnos un vino acompañado por jamón ibérico para conversar a su vez entre los invitados.
Rodríguez Casanueva, “Manolo” para los amigos, es un auténtico experto en estas lides organizativas. Siempre pegado a la actualidad, lleva haciéndolo desde los albores de la Transición, desde que empezara a editar Euroletter, una imprescindible y confidencial bitácora política de nuestros comienzos democráticos, mucho antes de parir el veraniego Euroforum de El Escorial, acaso la mayor concentración de talento que se ha dado nunca por estos pagos.
Pues bien, como era de esperar, Marina no defraudó. Habló de educación y sus carencias, de las oportunidades y amenazas a las que nos enfrentamos. De la gestión del conocimiento. Del talento. De la inteligencia y la memoria. Vamos, sus temas favoritos, por los que transita como pez en el agua y se muestra como lo que es: una autoridad indiscutible.
En diversas ocasiones, tras leer alguno de sus libros o escuchar sus frecuentes declaraciones en los medios de comunicación, siempre me ha rondado una pregunta que, ayer, al término del acto, no me resistí a formularle:
- ¿Y usted por qué no es ministro de Educación?
- No soy hombre de partido… -y luego, como disculpándose, añadió-: Además, soy un pésimo gestor –dijo sonriendo.
Respondí con otra sonrisa que significaba algo así como “permítame que lo dude: más verdes las han segado”. Y entonces me pregunto, ¿cómo es posible que, cuando tenemos un problema tan complejo y acuciante como el que plantea la educación en nuestro país, los políticos –me da igual de qué signo- no busquen desesperadamente la ayuda del máximo experto con el que contamos, y le ofrezcan todas las prerrogativas –el ministerio del ramo, en este caso- para que nos saque del atolladero, o al menos, pueda intentarlo con las máximas garantías? ¿Por qué, como sociedad, no somos capaces de exigir a la clase política que, al igual que se hace en otros ámbitos, promueva la excelencia?
Ahora, a las puertas de unas elecciones generales que se adivinan cruciales, ¿por qué no demandar a los diferentes partidos que se comprometan a proporcionarnos a los mejores profesionales para ocupar las más altas instancias de la administración pública? ¿Es mucho pedir?
La cultura democrática de una sociedad implica a menudo elevar el nivel de exigencia a sus representantes. Un país indolente con sus políticos está condenado al fracaso o a la tiranía. Si en España tenemos la suerte de contar con personajes tan destacados en sus respectivos campos como es el caso de José Antonio Marina en el de la educación, por favor, que alguien los “fiche” y nos lo haga saber. Desde ya, cuenta con mi voto
Javier García-Egocheaga Vergara