SUBPRODUCTOS CULTURALES
Sabido es que el oído, de no ser convenientemente educado, gusta de alimentarse siempre de las mismas melodías, o de idénticas combinaciones armónicas: cuanto más fáciles, más asimilables. Hablamos entonces de música pegadiza, aunque en algunos puntos del Caribe, como en República Dominicana, desconozcan este término y empleen “pegajosa”. Música pegajosa, tal como suena. También se usa para referirse a aquello que está en la lista de éxitos: lo que está “pegaó”.
La inmensa mayoría de los discos que triunfan en el mercado repiten cantinelas de cómoda absorción, como si fueran nutrientes filtrados a través de un intestino que admite ávido cualquier porquería. Ya saben que lo que no mata, engorda, y la música, cuanto más sencilla, repetida, oída, digerida y defecada en suma, más vende. Que sí, que ya sé que algunos opondrán que existen alternativas de mayor altura, que queda el jazz, la clásica, los géneros latinos, el flamenco y demás “palos” mayores, pero como la prueba del nueve son los discos contabilizados, es decir, los que pasan por caja, nos tenemos que remitir a la cera que arde, que, como sabrán, es la única y no hay más. Como mínimo, el 90% del total de ventas corresponde a lo que conocemos como cuarenta principales, ese es el dato. Que luego se agoten las entradas para acudir a una tediosa sesión de ópera o a un infumable concierto de relumbrón, es harina de otro costal. Ahora se dice postureo, no se les ocurra llamarlo impostura, que eso ya no lo entiende nadie y hay que estar al cabo de la calle, alma de cántaro.
En literatura, el panorama no es menos desolador. La otra música ratonera -la de los libros de la Señorita Pepis- que inunda las librerías es consustancial con el interés que muestran los consumidores por un tipo determinado de lectura. Es lógico, pues, que la industria editorial apueste a su vez por autores capaces de satisfacer con largueza dichos apetitos. Nada nuevo bajo el sol: recuerden cómo versaba Lope de Vega su impecable defensa cuando era acusado de escribir para el gran público. ¿Y qué demanda esa masa consumidora, la que manda, la que pone la pasta, vamos? Sencillo: lo que le gusta. Novelas históricas con muchos datos, mucho detalle y muchas páginas. Novelas intimistas en clave femenina que abordan conflictos entre madres e hijas con galanes de por medio haciendo de las suyas. Novelas compuestas por sagas de seres fantásticos o mitológicos que nos remiten a mundos mágicos y posibilitan una sencilla adaptación cinematográfica, con protagonistas guapos a la par que adolescentes. Novelas negras que comienzan con el macabro descubrimiento de un cadáver asesinado de forma brutal, plagadas de lugares comunes, frases idénticas, personajes equivalentes, vericuetos forenses, procesales, y de todo tipo convertidos en autopistas por lo trillados… Eso sí: ya nos advierten en la contraportada de que, en este ejercicio de sorprendente originalidad, “nada es lo que parece” y, efectivamente, la posterior investigación saca a flote un montón de lodo que embarra (qué bonito este verbo que casi ya solo se usa en Cuba) a todos y cada uno de los personajes. ¿Les suena?
Se queja Javier Reverte en Un otoño romano de que la mayoría de novelas negras le parecen iguales. Claro, a él y al resto de la humanidad, porque, efectivamente y salvo contadas excepciones, lo son. Peor aún: muchas vienen avaladas por la crítica, por los más cotizados premios literarios, recomendadas aquí y allá como si se tratase de auténticas creaciones literarias, aunque bien podrían trasladarse punto por punto al guión de cualquier capítulo de cualquier serie televisiva.
¿Y qué? ¿Acaso no lo paga el vulgo? ¿No se trata de darle gusto? ¡Qué claro lo tenía el Fénix de los Ingenios, auténtico monstruo de la naturaleza, hace ya casi cinco siglos! Y algunos todavía lamentándonos, como si esto tuviera remedio.
Javier García-Egocheaga Vergara