NEGRO (I)
El término “negro”, empleado para referirse a un individuo con rasgos africanos, sigue generando controversia en nuestros días. Lo encontramos a menudo camuflado, agazapado entre eufemismos, pronunciado con la boca pequeña en su diminutivo “negrito”, o difuminado en la totalidad de la paleta cromática que quiere ver “gente de color”, como si el ser humano pudiera ser verde, anaranjado o azul turquesa.
En los últimos años y motivado sin duda por la insistencia americana, hemos aceptado una solución de compromiso para referirnos a los negros: afroamericanos. Gusta a todas las partes, o, como mínimo, no parece disgustar a ninguna. Una vez más, la corrección política trata de sofocar los efluvios racistas que en ocasiones emanan del lenguaje, y de ahí que se adopten expresiones que pretendan ser asépticas, carentes de cualquier connotación. Se trata, en definitiva, de evitar decir “negro”, palabra maldita para algunos, neutra para otros y de dudosa consideración para los más. Pero vamos por partes.
En nuestro idioma, designar a alguien como “negro” no está mal considerado en términos generales. Salvo algún trastornado –que, haberlos, los hay-, nadie escupe la palabra “negro” con desprecio o con intención denigrante. Antes al contrario, diríamos que se denigra a sí mismo quien obra de este modo. Por fortuna, resulta muy infrecuente y define a la persona que así se comporta; no precisa de más comentarios.
Llamarle negro a un individuo de rasgos subsaharianos, rubio a alguien de tez especialmente blanca y pelo dorado, o pelirrojo a un pecoso de cabello colorado, no pasa de ser un simple acto descriptivo. “Negro” puede ser empleado con cariño, como ocurre en muchos lugares de América Latina –mi negro/a-, o hacerlo sonar bonito en unos labios cómplices. El idioma es un código singular, exclusivo de cada hablante, que se presta a las más variadas interpretaciones. Desde esa perspectiva, a nadie debería incomodar emplear el término “negro” ni mucho menos sentirse ofendido al escucharlo. No tiene más implicaciones que las que nosotros inventemos.
Entonces, ¿por qué ese miedo de muchos hispanohablantes a utilizar con naturalidad dicha palabra? ¿De dónde procede tanto recelo, más aún en este tiempo en el que los comportamientos racistas cada vez resultan más hediondos e identificables? En buena medida, de donde proviene casi todo: del imperio de la comunicación estadounidense, que nos afecta en distinta medida. Sí, por mucho que nos creamos a salvo con un océano de por medio y un idioma diferente, pero que por momentos se muestra poroso y maleable, abierto y ofrecido al poder anglosajón. Y es que “negro” no tiene la misma connotación ni el mismo significado pronunciado en castellano que en inglés.
Negro o nigro, proviene de una forma arcaica en inglés para referirse a los esclavos o a sus descendientes. Un término que en dicha lengua, aunque por desgracia común, solo emplean a día de hoy los llamados “supremacistas”, débiles mentales que se jactan de ser superiores porque su tono de piel es más claro. Este “negro” anglosajón y peyorativo en grado máximo, proviene del castellano y del portugués, y se remonta a varios siglos atrás, al tiempo en el que la trata de africanos sonrojaba al mundo. Tiene sus derivaciones en nigger, niga o nigro, todas ellas palabras apestosas y malsonantes hasta extremos desconocidos en nuestro idioma.
(Continuará)
Javier García-Egocheaga Vergara
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