DOCTORES TIENE LA IGLESIA

Curado de espanto –o de espantos, que ambas expresiones son correctas-, mi creciente insensibilidad me protege frente a los desatinos que escucho o leo a diario en los medios de comunicación. Ya hemos comentado aquí hasta dónde puede llegar la ignorancia de la mayoría de los autodenominados periodistas, precisamente uno de los colectivos que más debería mirar por la salud y el buen uso del idioma, de su herramienta de trabajo al fin. Por tanto, trataremos de no ser reiterativos y –como se dice ahora- ponernos de perfil en tema tan fastidioso. Salvo errores mayúsculos (“desproporcionados”, exclamaría con marcado acento argentino un amigo bonaerense) trataremos de dejar tranquilo a tanto agresor lingüístico que se refocila en sus disparates sin asomo del más elemental pudor.
Sin embargo, y para ser justos, habrá que establecer dos categorías en esto de dañar al oído: primero, la de los ágrafos que pronuncian o escriben términos malsonantes y, según la Academia, erróneos. Y segundo, la de esos mismos ágrafos que, con idéntico ensañamiento y abundancia, se descuelgan con otros, tan dolorosos como aquéllos, pero ¡ay! legales.
Trataremos sobre los segundos -los legales-, y de antemano, me barrunto las objeciones que opondrán alguno de ustedes: que si no se puede ser más papista que el Papa, que a ver quién me he creído que soy para pontificar sobre lo que está bien o no, únicamente en función de mis gustos y mis limitados conocimientos, y demás razones similares. Lo acepto. Seguro que, quienes así discurren, llevan razón en lo sustancial, y que debería remover mis melindres para con el idioma. Y dado que remover, en el sentido anglosajón de eliminar, figura como tal entre las acepciones de la RAE, toca callarse. Ya saben: doctores tiene la Iglesia.
Igual ocurre con el cada vez más de moda empoderar, que la Academia admite -aunque advierte de su tono arcaizante- como sinónimo de fortalecer. Lo que a algunos estrechos nos suena a barbarismo sin paliativos, a pobre reducción, a avasallamiento del inglés, a otros les parece maravilloso –a juzgar por su prevalencia cada vez mayor- y lo emplean a diestro y siniestro. Claro está que yo vengo de otra época y, de niño, cuando mi madre me ordenaba que removiera el colacao, no se me ocurría tirarlo a la basura ni por el desagüe del fregadero (tampoco alcanzo a imaginar el tamaño del bofetón subsiguiente), sino a menearlo pacientemente con la cucharilla.
Ahora en cambio, hasta los bancos se remueven en nuestras calles, con el fin de empoderar al viandante. Así, si no hay dónde sentarse, no se enlentecerá el tránsito peatonal… Porque lo que va más despacio ya no se retarda o se ralentiza, no, se enlentece o, como mínimo, se lentifica, ambos válidos. ¿He conjugado el verbo enlentecer? Pues sí: otro que está, a más de admitido, de moda. ¿Que no les suena bien? ¡No puede creerlo! Aunque, para ser sinceros, a mí me sigue doliendo su uso, tanto como para endentecer… Que esto sí que es para echar los dientes.
Javier García-Egocheaga Vergara
Jajaja – mi hijo endenteció hace 6 años…